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CRÓNICA
Conversación con Enrique Iturriaga
Juan Carlos Estenssoro
Esta entrevista fue realizada en Lima, en casa de Enrique Iturriaga, el mes de julio de 2009.
Se trata de una conversación que buscaba rememorar distintos momentos de su vida, con un
énfasis particular en su actividad musical, pasando revista a sus composiciones más
importantes. Una pequeña parte de ese material, editado por y luego revisado y adaptado
junto con Enrique, fue publicada por la revista Caretas en un número especial por Fiestas Patrias
donde se ofrecía a los lectores un CD con la Sinfonía Junín y Ayacucho, dirigida por Miguel Harth-
Bedoya. Con motivo de las celebraciones por los cien años, presento ahora una selección mucho
más amplia de ese material.
En la medida de lo posible he conservado el carácter coloquial del documento original.
Aquellas palabras que aparecen entre corchetes indican interpolaciones que he incluido a fin de
facilitar la comprensión. Los puntos suspensivos entre corchetes indican, por el contrario,
elementos de la conversación omitidos de la presente transcripción.
¿Cuál es el más antiguo recuerdo del que guardas memoria directa?
Ya vivíamos en Huacho. Mi primer recuerdo es un recuerdo terrible, son gritos y mi mamá
que llamaba. ¿Qué había pasado? Angélica había roto un lavatorio: se había cortado la mano.
Y lo que recuerdo es sangre. Gritos y sangre, ese es mi primer recuerdo.
¿Desde cuándo tienes una memoria de tu vida musical?
Desde los cuatro años. Nosotros teníamos un piano y yo empecé a jugar con el piano. No
alcanzaba todavía las teclas. ¿Por qué me interesaba el piano? Porque todo el mundo tocaba el
piano en esa época. Mi mamá tocaba el piano bastante malito, mi abuela tocaba mejor y mi tía
tocaba excelente había dado conciertos. A ella no la conocí nunca, ya había muerto. […]
Tu padre también tocaba piano
Mi padre también. Tocaba valses vieneses. Le encantaba tocar valses vieneses, inventaba
valses vieneses.
¿Fue tu padre quien te enseñó o tú solo?
No, él no me enseñó nada. Él me decía: Ay, qué bonito lo que tocas. A ver, una marchita de
soldaditos… Ya no sé cómo era.
Coda
Juan Carlos Estenssoro
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En realidad, fue tu profesor de composición más que de piano
Ah, sí. A mi papá le encantaba que yo le preguntara. Mi mamá había escuchado Beethoven,
todas esas cosas. Mi papá no tenía esa cultura musical pero le gustaba.
¿Tocaba de oído o sabía leer?
No, de oído. No sabía leer una nota. Mi papá me hacía tocar como [quien juega con] un
juguete. El piano era mi juguete. [...] Poco a poco fui creciendo y dominando el piano. Por eso
cuando, [ya en Lima], fui a estudiar piano con Lily Rosay
1
mi mamá le dijo, [cuando ella al
recibirnos le preguntó:] ¿Qué cosas puede tocar el jovencito? El jovencito puede tocar la
Rapsodia húngara n.° 2 de Liszt (risas). De oído, en do mayor pero completa. Todita. Hasta ahora
recuerdo la cara de Rosay: entre asombro y muerta de risa.
Para ti entonces la música siempre fue [ante todo] hacer música más que escuchar la música
de los demás.
No, no. En la casa creo que no había sino una ópera, Martha de Flotow, y a mí nunca me gustó
porque era ópera.
Bueno, pero, además, qué mala suerte tuviste que haya sido Martha de Flotow.
Entonces, por qué no me gusta la ópera. Porque esos discos de carbón tenían unos
chillidos espantosos. Y a mí, cuando ponían esos discos, me daba miedo. Ponían esos discos y
yo me iba. A cualquier parte, me iba.
Eras definitivamente un fenómeno en el piano, pero ¿cómo llegaste a la composición?
Cuando fui donde Lily Rosay, yo fui efectivamente para estudiar piano. Yo no sabía ni siquiera
que se estudiaba composición, nada.
[En Huacho] nosotros vivíamos cerca de una desmontadora [de algodón]
2
donde mi papá
tenía una oficina. Continuamente estábamos en la oficina con mi papá y oíamos la máquina:
tataca. Y mi papá nos llevaba para que viéramos cómo funcionaba la maquinaria.
Esa sensación. ¿Todavía tienes hoy el recuerdo del sonido de esa máquina? Sí,
perfecto.
¿Crees que ese sonido forma parte de tu patrimonio?, ¿crees que haya influido en tu
rítmica?
No, aunque puede haber sido algo inconsciente.
Pero, sin embargo, llevó a una composición que luego pusiste por escrito.
Claro, pero yo en esa época [cuando vivía en Huacho] no podía escribir la música: era una cosa
manual, pianística.
La idea de comenzar a hacer algo a partir de la máquina, ¿cómo surgió?
Yo siempre inventaba. Luego ni me acordaba cómo era, pero yo improvisaba, improvisaba
siempre. Recuerdo haber estado en una hacienda que se llamaba Desagravio, en un almuerzo,
un domingo [donde me pidieron que tocase].
1
Margarita María Lucila Rosay, conocida como Lily Rosay (Precisión hecha por el Comité Editorial de Antec).
2
Una desmontadora de algodón es una máquina que, alimentada con el producto en bruto de la cosecha del
algodón, separa las fibras de los otros elementos (semillas, fragmentos de ramas u hojas, vainas, etc.).
Crónica: Conversación con Enrique Iturriaga
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¿A qué edad salieron de Huacho? Yo
tenía 14 años.
¿Seguiste jugando en Lima con el piano? ¿Algún recuerdo de la vida musical cuando te
instalaste en Lima?
…algunos conciertos de piano en el Municipal…
¿Nada que te haya marcado especialmente? No,
no recuerdo [nada en particular].
¿Cómo fue tu formación en la academia Sas-Rosay?
Cuando yo entré [en la academia], a los 16 años, recién empecé a aprender a leer y a escribir
música. Andrés Sas me enseñaba teoría y solfeo. [Pero el piano era más importante para ].
Yo estrené en Lima la Rhapsody in blue de Gershwin a dos pianos con Iris López Eléspuru.
Después toqué música de Mompou, de Debussy… Lo único que no podía soportar era Mozart.
Me aburría porque no había cambio: todo era conocido. […]
La academia Sas-Rosay te proporcionaba clases particulares de piano y los cursos con
Andrés Sas, pero no brindaba una formación profesional.
Justamente, después de esa época, en 1945, yo ya quería componer. Recién a los 27 años yo
me dije, no, realmente quiero componer. Le presenté unas cosas a Sas. Después de eso, fue que
pasé con Holzmann. Él me dijo: O la música, o la universidad. Yo quiero que usted sea un
profesional. Yo no puedo enseñarle a alguien que va estar en otra profesión, para que usted se
divierta con la música, no. ¿Usted quiere ser compositor o no? [Luego] me dijo: Abrieron el
Conservatorio. Entre usted.
¿Tuviste dudas Enrique?
No.
¿Ninguna? ¿Y fue fácil?, ¿tu familia te apoyó?
No, no. Mi papá, sí. Mi papá fue el único que me apoyó. Mi mamá, no. Mi mamá, cuando
yo tenía cincuenta años, estaba con una amiga: ¿En que trabaja Enrique? No sé, [le
contestó]. ¡Y yo ya era director del Conservatorio!
Fue una valentía enorme. ¿Qué modelo de músico profesional podías tener en ese
momento?
Ah, no sé, no sé.
¿No te planteaste el problema?
No, jamás. Bueno, [tenía a] ¡Holzmann! (risas).
¿Cómo era el trabajo con Holzmann?
Te contaré el primer día con Holzmann. Fue César Arróspide quien me lo presentó […]
Comenzamos, conversamos, le mostré las cosas que yo había hecho, algunas cositas. Cuando
salí siempre yo digo: volví a nacer. Ahí nací yo. Ese día y a esa hora.
Habías tomado consciencia de que serías otro.
Acababa de descubrir lo que era la composición. Lo anterior era un juego, una habilidad: iba
al cinema, había una canción bonita, me acordaba. Toda esa época en que tenía un montón de
amigos del colegio. ¿Qué hacíamos? Íbamos a fiestas, yo tocaba, yo era el alma de eso. Tocaba
mucho jazz y tocaba valses criollos también. Podía tocar cualquier cosa, pero de oído nada más.
Entonces ahí comencé a entender lo que era componer.
¿Y desde la primera clase fue tan claro?
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Sí. Desde la primera clase fue tremendamente claro.
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Era como si Holzmann hubiera revelado algo que ya estaba en ti.
Entonces me explicó yo no tenía ni idea lo que era desarrollar un tema la diferencia
entre variar y desarrollar. Y me dijo: A ver, créeme usted un temita. Me acuerdo, yo apenas
sabía cómo se escribía eso. Entonces Holzmann me dijo: Hágame, pues, una piececita, a ver, con
eso. Muy bien. Cuando terminé [se la presenté y me preguntó muy serio]: ¿Usted sabe quién
es Schoenberg? Esto no es tonal, felizmente, me dijo, pero tampoco es serial, está entre los dos.
Pero, ¿podría hacer una segunda pieza? Cómo no, le dije. Y entonces ahí fue cuando me dijo
que iban a abrir el Conservatorio. Fue en esos días. [Holzmann me confrontó para tener que
tomar una decisión definitiva y radical sobre mi formación y mi destino profesional. Si quería
seguir trabajando con él no había alternativa. El Conservatorio y la posibilidad de un título
profesional le permitían obligarme a un compromiso y una opción única y definitiva. Transformó
mi doble formación en una disyuntiva que él solo aceptaba se resolvería con una respuesta
única. Volvió incompatibles los dos caminos que yo seguía hasta entonces entre mis cursos de
Economía en la Universidad Católica y las clases particulares de composición con él. Apenas se
confirmó la creación del Conservatorio me dijo]: Oiga usted, economista, economista o músico,
pero las dos cosas no.
Como maestro, ¿cuán tolerante o dogmático podía ser Holzmann respecto de la oposición
entre tonalidad o atonalidad?
Abiertísimo. Abierto completamente. No le interesaba si era tonal, no le importaba nada.
¿No tenía ningún dogmatismo?
No. Pero nos enseñaba en el Conservatorio Contrapunto y Armonía.
Entonces, ¿Holzmann enseñaba todo en el Conservatorio: armonía, contrapunto,
composición?
Había también otros cursos como, por ejemplo, Historia de la Música con [César] Arróspide.
[…]
En 1946 se abría por primera vez una formación profesional de composición en el Perú. Y
la Canción y muerte de Rolando [1947] fue la primera obra para orquesta compuesta por un
compositor peruano formado en el Perú y estrenada aquí por la Orquesta Sinfónica Nacional.
Eso es lo único que me da una alegría.
El primero pese a que no eras el único en la clase de composición.
Estaban Celso Garrido-[Lecca] y Rosa Alarco, además de otros que no prosperaron en la
composición.
Aquellas tres pequeñas piezas [para piano de las que hemos mencionado las dos primeras,
compuestas a incitación de Holzmann,] fueron un primer opus, pero no fueron estrenadas en
su momento. Tu opera prima fue Canción y muerte con la que ganas el Premio Nacional de
Música, y luego una beca para irte a Francia.
Me llamó un señor Bazin para decirme: ¿Quiere venir usted a Francia? Bueno.
Entonces lo voy a llamar dentro de unos días. Me llamó como seis meses después. No, yo no
hice nada, ellos me lo propusieron.
Crónica: Conversación con Enrique Iturriaga
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¿Qué significó ese viaje para ti?
Lo que más me hizo bien ahí fue oír mucha música contemporánea y conocer, por ejemplo, la
música concreta. […]
ya eras un compositor cuando llegaste a Francia. ¿Arthur Honegger fue más un consejero,
un interlocutor, que un maestro?
Efectivamente, y un amigo. Cuando yo le mostré unas cosas, unos esbozos de Pregón y danza
en los que la danza estaba primero, me dijo: Oiga, qué diferentes somos los europeos
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de ustedes; o alguna cosa así. Él me consideraba ya compositor, pero, cuando me dijo eso, no
entendí nunca totalmente a lo que se refería. Para él había mucha, demasiada rítmica interior,
los cambios rítmicos no los entendía, para él se necesitaba que tuviesen un cierto desarrollo.
Faltaba yo también un montón de veces [a sus clases].
¿No le mostraste nada para orquesta?
No… aunque puede que le haya mostrado Canción y muerte.
¿…y con Mme [Simone] Plé-Caussade? (risas).
No. Tuve una o dos clases. La primera vez: Rin-rin. Qui est-ce? Enrique Iturriaga
Trop tard! ¡Paf! Cerró la ventanilla. El otro día fui bien temprano, estaba dando vueltas, dando
vueltas, y entré ya. Me dio hasta ahora me acuerdo una hoja, ahí me la escribió [la lista].
Una hoja así, bastante grande. Era una hoja de notas para hacer contrapunto. [Según ella,] para
hacer una buena melodía había que hacer unas escalas […], una cosa de lo más compleja y
absurda. Puede que haya sido muy buena, pero cómo decir lo que pasa es que ella creía
que yo sabía ya contrapunto. Sí, Holzmann me había enseñado contrapunto bastante bien, pero
no entendí esas cosas, [esa hoja] debía servirme para hacer [fugas y] contrapunto a partir de
esas formas.
¿Eran fórmulas de construcción?
Yo no entendí nunca las fórmulas de construcción. Lo que a mí me interesa es si me sirve o no
para lo que yo estoy pensando.
Respecto de la reacción de Honegger a ese esbozo de Danza y a esa diferencia entre
ustedes y nosotros. ¿En qué momento cobras consciencia, Enrique, que no solamente eras un
compositor, sino un compositor peruano?
Bueno. Yo le escribí algunas cartas a Arguedas. Y recuerdo que Arguedas me contestó, y que
me decía eres el tipo de músico peruano que yo quería que existiera, en el sentido del que quería
regresar. El otro que quería regresar era nada menos que Szyszlo. Szyszlo no aguantaba: le
encantaba estar en París, que lo halagaran, una serie de cosas como ha sido siempre él,
pero quería estar en el Perú; no podía vivir fuera del Perú. No podía. Yo no puedo vivir fuera de
Lima. Y entonces es en ese momento cuando llego acá y ya empiezo a hacer la
SuiteEnt [para orquesta].onces, para ti, ser peruano está ligado también a una
cotidianeidad. Así es, claro.
No es solo algo que uno lleva consigo. No.
¿Es una relación con los demás?
Efectivamente. [Una vez, llegando a Caracas a donde iba con cierta frecuencia a visitar a mi
hermano que vivía ahí, mi hermano comentó]: Pero si este, cuando llega a Caracas, lo primero
que hace apenas llegar a Caracas, es llamar a la compañía para que reserven el pasaje de
regreso. Y era verdad, oye. Yo llegaba allá e internamente estaba diciendo: ¿cuándo me voy?
Estás definitivamente ligado al Perú, pero cuando te tocó regresar de Europa fue, sin
embargo, algo difícil. Desde el punto de vista profesional, ¿a dónde ibas a volver?
Qué te cuento. Yo era profesor en el Instituto Pedagógico Nacional, que luego se transformó
en la Universidad de la Cantuta, donde me quedé un o. Luego me llamaron de El Comercio
para ser crítico musical y me quedé diez años.
Pero no dejaste de ser profesor. Siempre has sido compositor y profesor.
Siempre. Porque, antes de irme a Europa, yo quería dirigir un coro. Fue en el segundo año
del Conservatorio. Agarré mi carrito (yo siempre tuve carro) y me fui al Puericultorio que tenían
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a su cargo los maristas con los que había estudiado aquí [en Miraflores], en el Champagnat. Les
pregunté si era posible que me dieran un grupito para hacer un coro. ¿Un grupito? Me dieron
todo el Puericultorio. A fin de año se hizo una pequeña audición a la cual iban todos los
miembros de la Beneficencia. En la Beneficencia en esa época estaba José María Arguedas. Ahí
conocí a José María Arguedas, a Carlos Cueto, a Celia Bustamante. Todos fuimos muy amigos.
Todos ellos y algunas personas más habían venido para entregar juguetes a los chicos. Los
llevaron a oír el coro. Yo había arreglado algunos villancicos de la sierra. Arguedas oyó eso, se
acercó, vino, me miró sorprendido: ¿Y usted ha hecho eso?, me dijo. Pero ¿por qué no va usted
al Guadalupe y a otras partes donde esto no lo tocan? Se entusiasmó tremendamente y desde
entonces fuimos amigos. Y luego me llevó para que fuera profesor en el Guadalupe. [...]
Luego renuncié a El Comercio. Porque no me gusta jugar a Dios, le dije al responsable. En
esto de hacer crítica unos están furiosos, otros están agradecidísimos, y porque somos amigos
creen que por eso… y me voy. No se vaya [inmediatamente], me pidió. Así fue la cosa. Me
voy en diciembre, contesté. Para entonces ya estaba enseñando en dos o tres unidades
escolares, además de la UNI. He enseñado en todas las universidades: en la UNI, en la Católica,
en San Marcos, [en la Cantuta], y en todas las unidades escolares. Me encantaba tener un
montón de puestos. No me pagaban mucho, pero cuando me molestaban los dejaba, y siempre
encontraba otro.
¿Cómo entraste al Conservatorio a enseñar?, ¿en qué momento y en qué circunstancias? Fue
cuando gané el premio latinoamericano de Caracas.
¿Cuándo pasas a ser o a considerarte un compositor peruano? ¿Sería válido decir que,
siendo Canción y muerte una obra más interior y autónoma desde el punto de vista de su
material, se produce una transformación al componer Pregón y danza o la Suite para orquesta
en las que la materia musical que trabajas surge en diálogo con otras músicas del entorno
local?
Es que eso no es verdad. Desde que entré con Holzmann, en el año 45, Holzmann, siempre
eso es lo formidable de Holzmann, a mí, a Celso [Garrido-Lecca], a Rosa Alarco, nos insistía:
¿pero qué hacen ustedes con cosas extranjeras cuando tienen acá una riqueza enorme? Él
escribió varios trabajos sobre el folklore peruano y también hizo ediciones de música peruana.
La cuestión es que él escrib un folletín chiquito sobre cómo componer a partir de la
pentafonía.
Fíjate, cuando estaba en el Conservatorio, en donde había que presentar obras, hice la Suite
peruana antes de irme a Europa. La primera pieza se llama Vals, y en ella está el vals criollo. Es
una mezcla del vals criollo con el vals vienés, están mezclados pero íntimamente mezclados,
están imbricados prácticamente. Eso fue en 1949. Y también había hecho los villancicos, las
rondas… Yo me sentí siempre peruanísimo. Eso me venía de mi padre, y eso que mi padre era
hijo de español.
Esa cultura musical entonces, ese contacto con la música peruana, ¿procedía de la casa, de
las fiestas?
A mi abuela le preguntaba yo qué cantaba cuando era chica: Qué pase el rey. [Así nacieron
las Canciones infantiles sobre temas populares en el Peru], eran cuatro. Y las vio [Rodolfo]
Barbacci y me dijo: ¿Por qué no se publica esto en Buenos Aires? Yo se las voy a mandar a Ricordi.
Y las mandó. Y Ricordi las publicó. Así fue la historia de esas cuatro [canciones]. Claro, con esas
cosas escolares, [como] esas cosas de huaynos llegados a mí un poco por el aire: no había una
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cosa de investigación propiamente, a lo Bartók. No, no había. Era otra cosa, un contacto más
superficial, sí, pero (estaba)
3
descubriéndolo.
Y Arguedas, muy interesado por la música, siguiendo la actividad de los coliseos. ¿Cómo
era ir con Arguedas a escuchar música?
A los coliseos, claro. Él me llevaba todos los domingos. Me invitaba a almorzar a su casa y de
ahí nos íbamos a las tres de la tarde o cuatro a los coliseos para que aprendiera yo a [reconocer]
qué era bueno y qué era falso. Arguedas fue un gran profesor para mí.
Y eso fue ya un verdadero baño de folklore.
Ah, claro. Por eso, cuando yo llegué justamente de un viaje con Arguedas a Tupe… vivimos
en una comunidad. Había tanto frío que nunca me quité las botas en los seis días. A la llegada
[de retorno a Lima], al día siguiente, me encontré con Sebastián Salazar Bondy y le conté que
venía feliz. Le conté todo lo que había visto. Entonces me dijo: Te voy a hacer un poema, ¿no
quieres hacer algo para coro? Y al día siguiente me trajo un poema para Las Cumbres. Un
hermoso poema. Para que veas qué entusiasta estaba yo.
[Pero también hay, musicalmente, una filiación que podríamos llamar peruana o andina en
mis obras aparentemente más cosmopolitas o supuestamente más distantes de toda
referencia local tanto en] la Canción y muerte de Rolando, como en las Vivencias. Las
Vivencias son completamente [peruanas]. La Canción y muerte de Rolando no tiene en ningún
momento [una relación] sensible-tónica. Eso para era lo nuestro. Y, además, por supuesto,
[está el hecho de que Rolando] era una leyenda. De ahí es que salen un montón de cosas.
Después hice la serie dodecafónica de las Vivencias, pero cuando hice la serie porque hice la
serie primero busqué hacerla nuestra. Y nunca hay tampoco una sensible; todo está hecho
casi en terceras, [las cuales] me han perseguido toda mi vida.
Las terceras y su oscilación mayor-menor.
Sí. Manormeyor.
Que es el título de tu último cuarteto. Eso forma parte esencial de tu lenguaje musical,
pero ¿cómo lo percibes tú?
Cuando yo estoy componiendo propiamente, eso lo tengo metido dentro. Hay una cosa que
me sale y no me gusta y lo cambio, y, cuando me doy cuenta, lo he cambiado por otra cosa
[compuesta] de terceras. Siempre las terceras me han llamado. ¿Pero por qué? Porque para
el mayor es español y el menor es de acá.
Ese mayor-menor es entonces para ti, de alguna manera, una asimilación entre Occidente
y los Andes.
Claro. Y a tal punto llegué en la última obra, el cuarteto, que hay un la bemol que principia,
que casi no se oye, y después principia un la natural […]. Llega un momento en que ya no sabes
lo que estás oyendo, mayor o menor. Eso somos nosotros, ¿no?
Quisiera que hablemos un poco de tu Sinfonía Junín y Ayacucho. Es una obra peculiar en
tu producción: una obra compuesta casi por encargo (fuiste obligado a presentarte al
concurso), con un programa narrativo impuesto, una forma impuesta e incluso una temática
[parcialmente] impuesta. Y, sin embargo, el resultado tiene una coherencia y una
espontaneidad que arrastra con entusiasmo al público.
En realidad no [todo] era temática impuesta. Lo que era impuesto es que se oyera el Himno
Nacional al final. Como eso lo habían hecho los militares, y los militares habían oído sin duda la
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Obertura 1812 de Tchaikovsky: «en lugar de La Marsellesa vamos a poner el Himno Nacional».
Eso debe haber sido un hallazgo para ellos. Para nosotros era una “vaina” porque ¿cómo
después de hacer un montón de cosas ibas de repente a meter una cosa así? Entonces me
demoré muchísimo en lo primero que se iba a presentar [al concurso, y que serviría] para
escoger a los tres primeros [finalistas].
Y lo primero resulta que era…
¡Que era el cuarto [movimiento]! Ya había una aberración en pedir el cuarto movimiento. ¿Por
qué el cuarto si se supone que los otros tres tienen que hacer (que ver)
4
con el cuarto? Pero,
[además, resulta que esos tres primeros movimientos] no existen. La cuestión es que yo decía:
Esto no puede ser. Era terrible para mí como compositor, era tremendo. Y, sobre todo, [porque,
por encima de toda esta situación, se sumaba el hecho que] inclusive el coronel que [se ocupaba
de organizar el concurso] había venido a hablar conmigo. Yo le dije: No, no, yo no quiero hacer
nada. Es usted la única persona que no puede (dejar de) hacerlo porque usted es el director
del Conservatorio, y como director del Conservatorio tenía que hacerlo, porque el ejército lo
mandaba. Mi respuesta fue: ¿Y si fuera una cantante directora del Conservatorio? Se quedó
callado, no me dijo más nada. La cuestión es que entonces empecé. Caminaba por la calle,
pensaba, ¿qué tema voy a buscar?, ¿cómo van a ser los temas? Y, de repente, como cuando
dejé de creer, me iluminó el Espíritu Santo. Me iluminó y me dijo: Tonto, ¿por qué no haces
temas basados en el Himno Nacional? ¡Claro! Entonces el cuarto movimiento está hecho
sobre la base de la primera frase de Somos libres, nada más. Hice el primer tema [citando la
frase], usando sus intervalos.
Un tema de un lirismo formidable
Claro, pero, justamente, con los mismos intervalos que el Himno Nacional. Es tan curioso que
si desdoblas las cosas para el otro lado resulta una cosa hermosa. Pero [eso] era algo buscado.
Sí, en eso consiste el trabajo de construcción
El que fuera muy hermoso hace que al final, cuando tiene que haber la reexposición del
tema, según las reglas formales de las sinfonías, vas [muy fácilmente] del segundo tema, que es
el tema español, al Himno Nacional. Entonces ese tema tan lírico se convierte en el Somos libres.
¿Cómo fue el trabajo? Una vez que elegiste los temas, ¿trabajaste a partir de un plano
narrativo, redactaste un programa? ¿Cómo fue?
Es que ellos, más o menos, nos dijeron: la batalla, primero, de Junín, y luego la de Ayacucho,
al final; y en el medio había dos cosas (eso ya era mío): un movimiento muy triste por los
muertos de Junín, termina muy triste con un tema que es largo tiempo pero para abajo, (aunque
también aparecen, muchas veces, otros segmentos [del Himno] en los desarrollos). Luego, [en
el otro movimiento intermedio], vienen las danzas, porque [estando] todos borrachos ya,
seguramente, cada uno tocaba su danza y se mezclaban unos con otros. Y [se suman] las danzas
de Colombia [en ese movimiento], que es el scherzo, donde también hay una marinera. Pero
todas [aquellas danzas] tienen elementos del Himno: esa es la gracia.
Se ha tocado recientemente la Sinfonía en los Estados Unidos. Yo pude estar presente
hace muy poco en los tres conciertos que tuvieron lugar en Madrid, donde parecía casi un
error diplomático ofrecerle al público español una Sinfonía Junín y Ayacucho, cuando para
ellos Ayacucho es sinónimo de la humillación, de la derrota que aniquila su imperio. Sin
embargo, los tres días la sala llena, entusiasmo, aplausos, ovaciones, el público de pie. Hay
algo que va por encima, más allá, de lo nacional: una narración musicalmente muy fuerte.
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Es una cosa heroica, ellos se olvidan la parte política y a plauden e l heroísmo. E s un
monumento. En realidad, en el fondo, yo quise hacer un monumento.
Un monumento sonoro. ¿A la independencia, al Perú, a América Latina? A
todo. Heroicidad.
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Todo viene del Himno Nacional, salvo un único tema que es el tema [que marca] cuando
estamos perdiendo la batalla de Ayacucho y, de repente, aparece la caballería de [José María]
Córdoba. A la caballería de Córdoba no sabía qué música ponerle porque [debía ser] una cosa
un poco fuera del himno propiamente dicho. Entonces me fui a un cuartel por el cementerio
[Presbítero Maestro] y le pedí al jefe si me podían tocar algunas de las cosas que hacen
actualmente de caballería, y me tocaron ese pequeño motivo de cuando está marchando la
caballería. Un toque muy sencillo. Y entonces lo puse ahí. Pero como no iba a ponerlo solo así,
le cambié el ritmo […].
En el segundo movimiento era esa cosa triste, muy triste, y a mí se me ocurrió [agregar algo]
en el centro. La segunda parte de este tema es una paloma (una flauta sola, sin orquesta, sin
nada) que parece que quiere volar y no puede, y es ahogada, y otra vez termina. Luego vienen
las danzas de los que han llorado por sus muertos y, en el último movimiento, está
amaneciendo.
Hay músicos que componen encerrados en mismos, pero tengo la impresión (que es la
impresión que da tu obra, por su fuerza y su capacidad comunicativa) que la tuya es una
música pensada para ser escuchada, que incluye y tiene en cuenta al oyente. Y, sin embargo,
vivimos en un país en que la música clásica no suele tener un público. Para ti, ¿ello ha
representado un conflicto? ¿Cómo lo has vivido?
Yo creo que siempre me preocupó [el oyente]. Creo. Porque, por ejemplo, me estoy
acordando cuando se fundó la AAA, [Asociación de Artistas Aficionados], e iba, en algunos ratos
que tenía libre, y me ponía a tocar piano. En una de esas ocasiones, a no sé a quién le hice una
caricatura musical, cómo caminaba ese, cómo caminaba Viruca [Elvira Miró-Quesada]. Siempre
me preocupaba que la gente se riera. Era una de las cosas ocultas que tiene todo compositor,
todo escritor. Las canciones que hice también, eran para los chicos del coro, no era para el
público de allá, [de los conciertos].
Nunca me he preocupado, sin embargo, por la reacción del público, y, pese a ello, yo sí me
he sentido público.
Eso se escucha.
Yo me siento público. Es curioso, a veces cuando se tocan cosas mías casi se me salen las
lágrimas. No por qué, no me pongo triste; yo estoy muy alegre, pero hay una cosa de felicidad
que me da, “hice esto”. El hacer esto, estar feliz en ese momento.
¿Lo ves desde fuera o lo escuchas como parte de ti?
Claro, como parte de mí. Yo no lo oigo: digamos [que] lo siento.
Otra cosa que es importante en tu música es la palabra. Siempre, bueno, casi siempre.
Proporcionalmente es un buen tercio si no más de tu producción.
Porque fíjate que yo no sé qué es lo que tengo de música pura. [La palabra] es cosa humana.
[La música pura en cambio] es una música de ideas. Es
verdad.
Por ejemplo, tienes el caso de tu Obertura para una comedia. Es música pura, no hay
palabras, pero a lo largo de toda la obra se siente el verborreo rápido de la polkita limeña.
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¿Sabes cómo hice? Hice una polkita en do mayor. Se puede tocar con dos acordes. Pero
cuando ya la puse en música [ocurre que] nunca se oye el acorde de do porque necesitaba esa
cosa jocosa que acompaña. Siempre tiene algo de escénico adentro, o de pictórico si quieres. Es
que no sé hasta qué punto soy músico solamente.
En el caso de Las Cumbres es especialmente fuerte (como en Desiertos) porque se trata de
un texto escrito explícitamente para que lo pongas en música. Cuando trabajas con la
poesía, ¿lo importante es la poesía o es la voz? No te puedo decir. Todo. Es una totalidad.
Cuando lees la poesía…
El comienzo de Las Cumbres, [por ejemplo]. Para mí era una cosa muy alta, inalcanzable, por
eso es que [concebí] una música solidaria con la palabra. Porque yo casi considero que, [en lo
que respecta a] las cosas que tienen texto, yo soy poeta de música. La poesía no es una cosa
que está al lado de la música que estoy haciendo, no, no, no.
Tú estás fijando la lectura del texto poético.
Sí, [lo] estoy fijando en música, y si eso se toca, solo yo siento cómo suenan las palabras.
Entonces, tú te vuelves poeta, te sientes poeta. Te reapropias del texto del mismo modo
que un compositor puede hacer un tema prexistente de otro [compositor]. Tú usas la poesía
para hacer poesía.
Claro. Es decir que casi me molesta que la gente piense que la música está acompañando a la
poesía. Para mí una de las peores palabras que existen en música es “acompañamiento”. Eso me
lo enseñó Holzmann. […] Para mí, [al componer con un texto poético] casi no existe eso: [la
oposición entre poesía y acompañamiento]; para mí, en ese momento, yo soy el poeta.
No hay diferencia entre la materia de la melodía y el acompañamiento.
Holzmann me decía eso: ¿Por qué la gente acompaña esto con una armonía antigua? Que
sí, que suena muy bien porque coinciden las consonancias con las disonancias. Eso sí, pero […]
tendría que crear un sistema armónico usted para hacerle una armonía que entre en la
materia de la melodía. Pero eso no es acompañamiento, es imbricación: es meterse [dentro].
Canción y muerte es un caso que incluye a la poesía, incluso cuando no la escuchamos y
en los momentos en que la voz hace emerger el texto, esa voz forma parte casi consustancial
de la orquesta. En los Cuatro poemas de Javier Heraud, de otra manera: aunque el texto esté
más claramente en un primer plano, sentimos que la voz y el piano están luchando a peso
igual. Tienes razón.
Quisiera que hablemos de tu obra más reciente. ¿Cómo definirías tu cuarteto?
Es un ensayo interválico que tiene como fundamento una brevísima melodía, muy dolorosa,
formada por terceras mayores y menores. La persona a quien está dedicada no lo sabe, ni lo
sabrá, porque no ni siquiera ni dónde está. Era un ciego que tocaba un violincito de
construcción artesanal bastante desafinado. [Tocaba] una especie de huayno, casi no se podía
entender lo que tocaba. Era ciego y estaba ante un tráfico terrible en el jirón Camaná; yo lo veía
cada vez que estacionaba mi carro. Cuando decidí hacer esta obra lo primero que se me vino a
la cabeza fue lo del cieguito tocando su violín artesanal, se me ocurrió hacer un ensayo de los
intervalos [con los] que él jugaba tanto y que son una especie de mayor y menor pero que no
se definía y, en el fondo, ese era todo su dolor. Y por ello le puse “mayor y menor” pero
mezclando las dos palabras: Meyormanor. Cuando la me sorprendí porque era mucho más
Lima, agosto de 2018, 2 (1), pp. 81-90 93
larga de lo que yo pensaba que era. El origen es ese, pero la pieza misma es toda muy dolorosa.
Eso es lo que hice para mis noventa años.
¿Algún proyecto en curso?
Una cosa completamente opuesta: ¡creo que voy a hacer una jarana!