Lima, diciembre de 2024, 7(2), pp. 41-47
Aurelio Tello Malpartida
Universidad Nacional de Música
Lima, Perú
https://orcid.org/0000-0002-7974-7101
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POESÍA DE: |
MÚSICA DE: FEDERICO GERDES |
Aquel que pasa sin mirar las cosa
se ignora adonde ha de llegar al fin,
¡qué bien ha de dormir, sobre las rosas
ajadas del festín!
Aquel que espera siempre en risueño
panorama que alivie su dolor,
¡qué bien ha de dormir cuando en su sueño
surja el sueño de amor!
Y aquel que busca para su alma enferma
remedio que jamás ha de encontrar,
¡qué bien ha de dormir cuando se duerma
para no despertar!
El maestro Federico Gerdes publica en el presente número de Mercurio Peruano un lied que comenta unas estrofas de Alberto Ureta. Aunque carezco en absoluto de conocimientos técnicos musicales para tentar una crítica, sin embargo, encuentro en mí motivos suficientes para arriesgarme a esbozar algo así como un comentario sentimental sobre la nueva producción del Director de la Filarmónica.
Para los que no aman la música, para los que no comprenden el ardiente fervor de que nos encontramos poseídos los que adoramos a esta divinidad, nuestras palabras de entusiasmo, nuestros momentos de éxtasis, les deben producir extrañas sugestiones. Ellos no sospechan el mundo encantado que la música abre a nuestros espíritus, ellos no pueden vislumbrar el desfile de imágenes interiores que la música despierta en nuestra mente, ellos no adivinan la espectación emocional, la sensibilidad vibrante y febril que la música crea en sus fervorosos y apasionados oyentes.
El placer de la música, como la fe y el amor, son realidades colocadas más allá de la lógica. Con la inteligencia podemos tentar sus análisis; la razón podrá disecarlos y explicarnos sus mecanismos y sus modos; pero más allá de todo concepto que podamos formar, queda la sensación pura, queda la música, la fe y el amor, irreductibles a toda fórmula; queda una vibración sentimental que es todo; algo que no se explica, algo que por acción de la gracia adquiere vida, cuando para los demás, es sólo una idea pura, un concepto sin alma, un algo que si intentamos pasarlo por el corazón, nos dejará sentir el frío que destilan las cosas muertas.
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El lied del maestro Gerdes es la imagen sonora de una poesía de Ureta: una identidad de sentimiento los hermana; podríamos decir que toda la música de Gerdes estaba latente en las estrofas de Ureta, así como que la obra del poeta no ha adquirido un total valor lírico hasta que Gerdes nos ha dado su traducción musical. Del lenguaje ordinario al lenguaje poético, y de la poesía a la música hay una graduación progresiva en intensidad emocional y en belleza; la poesía es la transposición musical del lenguaje en que expresamos nuestros pensamientos y nuestras sensaciones de la vida ordinaria, así como la música del lied es la voz misma del poeta, sólo que aumentada en valor emotivo, desenvuelta en sus diversos matices inexplicables en palabras, llevada en su acento, por la ayuda inapreciable que al poeta le da la voz poderosa y honda de la música.
Toda la delicadeza del alma de Ureta, toda la tristeza de su poesía que tiempla con ternura, toda la pálida sonrisa con que nos trata de consolar por su incurable melancolía, han sido prolongadas por Gerdes, dando a la nostalgia suave del poeta toda su valoración lírica.
Nos hace el músico preceder las palabras del poeta de unas modulaciones que nos describen el paisaje sentimental dentro del cual el lied va a desarrollarse; son unos acordes que expresan la angustia contenida, el romanticismo insatisfecho del poeta que pasa por la vida mirando las cosas y entristeciéndose de todo, sin saber por qué. Después, Gerdes emplea una misma frase musical para las dos primeras estrofas del poema, que son de una misma intensidad sentimental; mas el ritmo de esas estrofas lo acrece Gerdes en su valor emotivo, en las dos primeras palabras del tercer verso de cada estrofa, indicando la diversa posición sentimental en que el poeta se sitúa, cuando define cómo será su sueño, que es la interrogación consoladora del alma de este delicado poema.
Lo patético, íntimo y profundo de estas dos primeras partes, es como la progresión dulce y tierna de una obsesión melancólica, es una lamentación suplicante que se modula dolorosamente sin encontrar la paz. Cuando acaban las palabras de la segunda estrofa, el piano, como recuerdo de una ilusión desvanecida, canta las notas del sueño del amor, mas es un solo instante, y el ritmo de la música envuelve a la tercera estrofa, donde se resume todo lo dramático de la composición. Gerdes ha sabido encontrar unos acordes lúgubres en los que vibra todo el terror de la visión del eterno dormir. El motivo lírico en este punto se ha dramatizado y es el momento, a mi parecer, en que los espíritus del poeta y del músico se han dado el abrazo más fuerte.
Los dos se han colocado en un mismo punto de vista ante la muerte, que, por otra parte, es la posición de todos los románticos. Por no sé qué misteriosos procesos, los que viven insatisfechos, piensan en la muerte como en la suprema liberadora, y por la atracción que el porvenir ejerce sobre el presente, llegan en verdad, ante la idea de que la muerte es la paz, a encontrar en su evocación un poco de calma.
¡Qué bien ha de dormir, cuando se duerma! (para no despertar) dice Ureta.
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Es la posición de los que sienten la desesperanza en lo hondo del pecho, bien lejos, por cierto, de los q’ piensan en la muerte como una extranjera desconocida, de los q’ la imaginan como una puerta misteriosa y estrecha tras la cual, ante la clemencia infinita y frente a la conciencia de nuestra pequeñez, lo que se despierta en los corazones en un sentimiento de beatitud apacible y de esperanza ilusionada. Gerdes, acabadas las palabras del poema, hace sonar unas modulaciones que prolongan el sentimiento sombrío de la última frase de Ureta, mas después, hay un acorde último, que es como una rectificación completa, y que, en mi concepto, es una exacta interpretación del alma del poeta, en el conjunto de su obra, en la cual, no es la desesperación la nota característica, sino una tristeza tierna y sonriente, que allá en su fondo más íntimo, está repleta de esperanza. Gerdes concluye con un acorde que es una aspiración a lo alto; se diría que lleno de esperanza, después de todas las melancolías de la vida, lanza su alma con la del poeta que comenta, al silencio eterno del espacio infinito, para comenzar la gran aventura que se abre tras la muerte.
La técnica de esta última obra de Federico Gerdes es de lo más acabada y moderna. Gerdes se separa de la concepción primitiva del lied, de carácter sencillo y melódico —la misma melodía se utilizaba para todas las estrofas— al objeto de hacerlo fácil al canto y popularizarlo, —forma del lied que quedaba por entero subordinada a las palabras del canto, en que el papel de la música se reducía a un mero acompañamiento.
La mayor parte de los lieder de Schubert —que por otra parte, encierran bellezas inapreciables—responde a esta manera de entender las relaciones entre la música y la poesía. Fué Schumann el que creó las nuevas formas del lied y le señaló a este género musical los nuevos rumbos dentro de los cuales tan perfectas obras de arte debía realizar el mismo Schumann, y que después, —concretándome a los compositores germánicos—habían de continuar tan brillantemente, aportando al lied toda la técnica wagneriana, hasta el punto de hacer de cada uno de ellos un pequeño drama lírico, los genios poderosos de Hugo Wolf y Brahms.
Federico Gerdes se ha guiado por estas nuevas normas al escribir su reciente producción. Hay en ella una absoluta independencia entre el canto y el acompañamiento; este último tiene un valor absoluto y autónomo y expresa la realidad infinita de la situación lírica, de la que el canto no es más que la traducción en palabras; es decir, Gerdes ha hecho de la poesía de Ureta el principio de su música, pero entendiendo la poesía como lo hacía Ricardo Wagner, para el cual el poema no son las palabras que forman los versos, sino el movimiento interior del pensamiento que desborda la expresión verbal y aspira a convertirse en la forma más fluída e inefable de la música.
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Quisiera dar a mis palabras un calor tal de cordialidad que moviera a los lectores de “Mercurio Peruano” a familiarizarse con ésta y con las otras formas de la música, para que cumplidamente se pudiera apreciar en el Perú, el valor de cultura extraordinario que para un pueblo significa su educación musical, y de esta manera se comprendería, en su plena significación, la obra que en la vida espiritual del Perú está llamada a realizar la Sociedad Filarmónica. Desgraciadamente, esta exquisita forma musical del lied, es de difícil difusión para el gran público; una muchedumbre se coloca, difícilmente en el recogimiento íntimo y en la atmósfera especial e intensa que son necesarios para gozar de estas cortas y febriles obras, que acaban apenas comenzadas, y cuyo estremecimiento de vida extraordinaria, cuya visión lírica, interna y precisa, dura sólo unos cuantos minutos.
Como la poesía lírica, cuyas formas determinan el carácter de la música, el lied expresa a maravilla todos los estados del alma, y adquiere un carácter confidencial e íntimo que lo hace apto para poder cristalizar en él los más sutiles estremecimientos de la sensibilidad. Es una forma de música para un pequeño grupo, en que todos comulguen en un mismo amor; entonces, como con un libro de versos en la mano, pero de una manera más completa, podremos abandonarnos a esas fiestas del alma, en que despertamos, en nuestros espíritus, estados suaves, que solo esperan q’ la voz se alce y que el piano haga brillar la pedrería de su tesoro oculto, para que nos envuelva el vórtice lírico, en cuyo abrazo encontraremos nuestra exaltación o nuestro consuelo.
De mí sé decir, que cuento como fiestas del espíritu las noches en que la amabilidad del director de la Filarmónica nos lleva al patio de la casa de Torre-Tagle para hacer música. En el silencio de la alta noche, bajo la luz lunar, el pasar de las nubes por el cielo crea alternativas de luz y sombra que engendran la belleza múltiple de este oasis de bella arquitectura. Las formas moriscas de las arquerías superiores, en tonalidades claras, las líneas oscuras de las columnas y entablamentos, el refulgir fantástico de los azulejos, la idea de que este paisaje de piedras y maderas centenarias es como el estuche que encerró una vida cuyo perfume se ha evaporado, el sentimiento de que estamos dentro de sus muros como prisioneros del pasado, y que nuestras preocupaciones del día son como una violación de la paz de esta bella tumba del espíritu de los tiempos coloniales, crean una atmósfera propicia para que la música nos embriague con su brujería.
Fulgen las estrellas en la alta distancia, como ideales lejanos por alcanzar, y tanto más distantes las imaginamos, tanto más cercanas, por el filtro musical, las sentimos en nuestros corazones; como si fueran veladas sugestiones de lo inmortal que vive en nuestros espíritus. Suena la música, que nos arranca de la vulgaridad de los días cuotidianos, que nos sumerge en éxtasis, que nos acerca a lo que es más querido a nuestros espíritus, y las estrellas distantes se ocultan tras una nube; mas el mundo interior y bueno que ha creado la música, nos enciende un ideal más modesto y humano en nuestras manos, que resplandece como una antorcha. Alumbrados entonces por esta luz misteriosa, penetramos en nuestro mundo interior, y como haciendo obra de amor, laboramos por nuestro perfeccionamiento; perdidos en la música exploramos regiones desconocidas de nuestra alma; y es una delicia sentir conversar, prendidas en los incidentes de la música, a la parte de nosotros que convive a todo instante con nuestra conciencia, y a aquella otra, que como un huésped desconocido, sólo se revela en los momentos en que por acción de la música bordeamos los límites de lo infinito.
La música crea una alucinación que nos despersonaliza, pero al mismo tiempo, nos hace sentir que vivimos en un plano de vida superior. Dije al comienzo que tanto la música como la fe y el amor son realidades que no se explican, y que aquel que no siente sus efectos, difícilmente asiente al contenido que los creyentes solemos darles.
Una última comparación, que he encontrado apuntada en Camille Mauclair, servirá para hacer comprender las afinidades que existen entre los tres sentimientos. Una tortura que produce la música, es la vuelta a la realidad de tejas abajo. Del mundo en que nos hace respirar la música, lleno de los motivos superiores de la vida, volver a la vulgaridad de la calle, es una dolorosa decepción. Comparen los que crean, los momentos pasados en la Iglesia, frente a frente sus almas y Dios, y la vuelta a la vida ciudadana; comparen los que amen, esta inmersión en la realidad común, después de una de esas horas llenas de inefable y de infinito junto a la persona amada, y comprenderán la decepción cuando la magia de la música se extingue, y la antorcha de ideal que alumbró en nuestras manos y sirvió para mejor conocernos y para guiar nuestro perfeccionamiento, se apaga y nos deja en tinieblas./p>
No hay nada que temer, sin embargo, porque una dulce bondad se despierta al recuerdo de las horas pasadas; y de mí sé decir, que cada noche después de una sesión de música, las estrellas, que brillan como distantes ideales, dentro del cuadrado que dibuja en el cielo la arquitectura de Torre-Tagle, han tenido más palabras consoladoras, que han reconfortado mi espíritu como un bálsamo de idealidad.
ANTONIO PINILLA RAMBAUD
La nueva producción del maestro Gerdes es sintomática de sus preferencias. Todavía no hemos olvidado la magnífica impresión que produjo el Ballet, compuesto por la genial Pawlova, en homenaje a nuestro Director de la Academia Nacional de Música, sobre un Minueto suyo, que es todo un primor de distinción y de elegancia.
El amor, por lo antiguo, es un fenómeno constante en la Historia de la Música; pocos son los compositores que no han sentido el encanto de resucitar formas pasadas y de revivir emociones pretéritas; pocos los que no se orgullecen de alguna insigne prosapia artística, que determine y oriente sus predilecciones: Liszt, padre del romanticismo, reclamaba para sí precursores clásicos; Schumann hablaba “de un comercio con los antiguos que depuraba y fortalecía su inspiración”; Verdi, cristalizaba en su memorable aforismo “Ritorniamo all’antico”, todo un programa de renacimiento artístico nacional; Debussy, que algunos ignorantes sólo consideran como devastador y anárquico, juraba por Bach, trató de revivir en corales los antiguos refranes de la Francia ancentral, y en su delicioso homenaje a Rameau, dice toda su inspiración, por quien representa, para él, el más genuino exponente de Francia; el mismo Ricardo Strauss, que alguna vez anatematizó a los que querían “detener la atracción inmensa del progreso” ensayó en su “Caballero de la Rosa”, un remozamiento de la orquesta de Mozart, reduciendo las proporciones de su sinfonía ciclópea, a los moldes discretos del maestro de Salzburg. El espíritu humano vivirá siempre de estas resurrecciones que solidarizan a los muertos con los vivos, al pasado con el porvenir y á los maestros con sus discípulos. El renacimiento de formas vividas, es una manifestación del valor imperecedero de las emociones humanas. Los que desprecian las formas clásicas, los que no ven en ellas sino la estereotipación de moldes caducos, olvidan que todas las formas de expresión humanas fueron hijas de una emoción, que también los antiguos sabían sentir, y que no hay conquista del espíritu, que no se deba a una suprema exaltación, que determina una intuición genial de los secretos del alma.
Ninguna influencia francesa, sobre los demás pueblos, ha sido hasta hoy, en que la Francia triunfal y heroica renovará todas las formas del pensamiento, más decisiva, q’ la que ejerció su arte de los siglos XVII y XVIII. Hablar del espíritu francés, imitar a los franceses, ha sido siempre reproducir algo de la gracia elegante y leve del siglo de Luis XIV y Luis XV. Por fuerza irresistible de contraste, de todos los pueblos de Europa, ninguno sufrió más hondamente en su pensamiento y en su arte la sugestión refinada de Francia que la Prusia volteriana de Federico II, la misma que edificó Postdam, la misma que más tarde nutrió a sus filósofos con las lecturas de Rousseau. El maestro Gerdes comparte con sus compatriotas la misma seducción suave, que tiende a liberarlos de la rudeza de una inspiración trascendente pero huérfana de alas. Gerdes ha sabido traducir en su delicado “Homenaje a Watteau” no sólo esa amable discreción, esa ciencia infinita de los
La obra de nuestro compositor, y podemos llamarlo nuestro, porque a el nos unen los lazos de la raza y de la simpatía, revela también el mérito de haber evitado el peligro del error en que incurren los que en su afán de restaurar las antiguas producciones, las copian servilmente, usando de los procedimientos de una técnica en desuso. Gerdes se mantiene siempre hombre de su tiempo; más que una reproducción de una época dá su impresión sobre esa época. La factura se inspira en los maestros de la antigüedad, pero no se trata aquí de un ejemplo escolar de arte retrospectivo; es una opinión sobre maneras de sentir de otros tiempos; hay en la forma de producirse maneras de armonizar y una elasticidad de modulación, que sólo son conocidas por los músicos de estos tiempos. La obra de Gerdes es un comentario y, sobre todo, como el mismo la titula, un homenaje a que lo llevan las inclinaciones propias de su espíritu y sus aficiones históricas.
G. S. C.