Lima, diciembre de 2024, 8(2), pp. 41-57
Aurelio Tello Malpartida
Pontificia Universidad Católica del Perú | Universidad Nacional de Música
Lima, Perú
https://orcid.org/0000-0002-7974-7101
Los grandes cambios que venían ocurriendo en el mundo dejando atrás los sistemas monárquicos-absolutistas (la Independencia de los Estados Unidos de América, la Revolución Francesa), las innovadoras ideas políticas sustentadas en que el poder emana de los pueblos, las teorías de la separación de los órganos del Estado, la propagación de la imprenta, el advenimiento del mercantilismo y el nacimiento y prosperidad de la burguesía, las guerras napoleónicas, el abandono de las colonias por el gobierno peninsular ibérico, fueron fuertes motivaciones que llevaron a los pueblos hispanoamericanos a plantearse su separación de la corona española a la cual habían estado sujetos por casi tres siglos. La ocupación napoleónica de España en 1808 sirvió como pretexto a los afanes separacionistas de los criollos americanos. De la misma manera que en la Península se habían constituido Juntas Patrióticas contra los invasores franceses, en la América española surgieron réplicas de dichas juntas que se convirtieron en focos de independencia local. Todos los virreinatos lograron emanciparse de España entre 1810 y 1824. Las islas de Cuba y Puerto Rico permanecieron a lo largo del siglo XIX como colonias de España. La primera, hasta 1898 en que logró su independencia; la segunda cuando ese mismo año, los Estados Unidos de Norteamérica invadieron la Isla el 25 de julio, durante la guerra cubano-hispano-norteamericana. El 10 de diciembre de 1898 se firmó el Tratado de París, por el que Puerto Rico y el resto de los territorios coloniales del Imperio Español, Cuba y Filipinas, se cedieron a Estados Unidos. Cuba se emancipó, pero Puerto Rico quedó en una suerte de protectorado, como Estado Asociado de la Unión Americana (Tello, 2008).
Pero la ruptura política no significó, necesariamente, una ruptura cultural. América había surgido como un territorio de convergencias y seguía atrayendo a europeos de diferentes partes del viejo continente. Hubo quienes no simpatizaban con el absolutismo que reimplantó Fernando VII en la Península y emigraron hacia América donde soplaban nuevos aires y se entroncaron con el proyecto criollo de construcción del estado-nación, concepto que tuvo su equivalente en el término “patria” (Caicedo, 2018, p. 45). El referente musical siguió siendo el europeo, pero quedaron atrás los sonidos dieciochescos para dar paso a aquellos con los que se identificaba la pujante burguesía centroeuropea, los que trascendían el clasicismo haydeniano y sucumbían a las influencias beethovenianas y rossinianas, o reproduciendo los aires marciales para las orquestas de armonía que tanto auge alcanzaron tras la Revolución Francesa.
Entrando el siglo XIX, en los años inmediatamente posteriores a las independencias de nuestros países, un grupo de compositores europeos (algunos de los cuales escribieron los himnos nacionales de las recién formadas repúblicas), compusieron música en o para los territorios de Hispanoamérica, residentes en las principales ciudades de nuestros países o escribiendo desde Europa. Varios llegaron como parte de las compañías de ópera y se radicaron en América, organizando academias, escuelas e incluso participando en la fundación de conservatorios. Hago una breve presentación de los más conocidos o notables, por lo que aportaron a la construcción de la vida musical de nuestro continente.
Entre estos músicos, varios de ellos dedicados a la composición, figura Mariano Pablo Rosquellas, español, activo desde un temprano 1822 y por casi cuatro décadas en Río de Janeiro, Buenos Aires, Montevideo y Sucre.
Nació el 15 de abril de 1784 –hay quien afirma que fue en 1790–, en Madrid, España, como hijo de Jaime Rosquellas Ragas y Josefa Carreras Ribot. Su familia era de origen catalán. Estudió con su padre, con otros miembros de su familia y en Italia. En 1803 Rosquellas figuraba como primer violinista de la capilla ducal de Medinaceli, recibiendo 16 reales diarios. También formó parte de la capilla de la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad, en Madrid. Se casó con Maria Polonia Muñoz en 1804, en España y tuvo con ella, por lo menos, dos hijos: Julián y Mariano.
El 28 de marzo de 1805 juró la plaza de cuarta viola de la Real Capilla, oficio truncado en 1808 por la Guerra de la Independencia de España ante la invasión napoleónica. Rosquellas viajó entonces a París y Londres –donde fue violinista de la corte de Jorge IV–, dando conciertos como solista. Retornó al fin de la guerra y en 1814 volvió a ocupar su plaza en la Real Capilla, donde pasó a primer violinista en 1815. En 1818 contrajo matrimonio en Irlanda con Leticia de Lacy, hija del general Luis Lacy, quien había sido General en los ejércitos españoles en el siglo anterior (Mayer-Serra, 1947, p. 530) y fusilado por una intentona liberal en 1819.
Debido a sus simpatías constitucionalistas, Mariano Rosquellas abandonó España en 1818 para desembarcar en Río de Janeiro, acogiéndose como músico a la Corte Imperial del Brasil donde reinaba Pedro I. Su verdadero nombre habría sido Aires Leclicia Rosquellas. Promovió la primera presentación de Don Giovanni de Mozart en Brasil en 1821 (Andrade, 1967, citado en Rodrigues, 2023, p. 222). Hacia 1824, con su esposa y su recién nacido hijo Luis Pablo –más tarde nacería Domitila–, pasó a Buenos Aires, donde se convirtió en empresario teatral, consiguiendo reunir en 1824 una selecta compañía con los hermanos Tanni: Angela y Maria (sopranos), Francesco (pianista y cornista) y Marcello (sopranista y tenor; 5 años más tarde, en 1829, llegó Pasquale, barítono) y elementos bonaerenses (Bosch, 1905, p. 49; Ayestarán, 1953, pp. 196-198). El director fue el eminente violinista Santiago Massoni, de profunda huella y larga recordación musical en la Argentina.
Rosquellas era una persona de enorme simpatía, a lo que sumaba su talento de organizador e intérprete. Mariano Bosch lo describe con amplitud:
Poseía una bonita voz de tenor, poco extensa, pero que debido a sus conocimientos musicales y a su práctica de las tablas, remediaba sus defectos. [...] Artista consumado, en su arte, poseía los mil recursos que suplen las dotes naturales necesarias. [...] Completaban aquellas buenas cualidades su figura en extremo simpática, sus finos modales, su trato ameno, su vivacidad y belleza de carácter. Fue el amigo íntimo de toda la juventud dorada de aquella época, gran compañero de artistas y aficionados... (1905, p. 85)
También José Antonio Wilde tenía palabras de elogio para Rosquellas y destacaba la labor que hizo para crear un ambiente propicio al desarrollo del arte lírico en el Buenos Aires de inicios del siglo XIX:
El 28 de febrero de 1823 apareció por primera vez en las tablas del teatro Argentino don Pablo Rosquellas, castellano de nacimiento, pero residente por largo tiempo en Italia. Puede decirse que fue él quien nos dio los primeros conocimientos de la música italiana, haciéndose apreciar sus bellezas. Rosquellas poseía la música como ciencia y la practicaba como arte. Su voz no era poderosa, pero sabía remediar ese inconveniente y suplir esa carencia con suma habilidad con los socorros de la ciencia, la mímica y aun por medio de la orquesta. Era de admirarse cómo con un ademán, un gesto, un movimiento; con poner la mano sobre el corazón, echarse ligeramente atrás y abrir un tanto la boca, suplía una nota que no alcanzaba y que era hábilmente dada por la flauta o el clarinete en momento oportuno. Había viajado mucho e, indudablemente, había reportado inmensa ventaja de sus viajes. Rosquellas empezó cantando la Tirana, el Contrabandista y otras canciones españolas. Tenía buena figura, rostro simpático, ojos negros, grandes y expresivos; era muy apreciado y especialmente distinguido por el bello sexo. (Wilde, citado en Mayer-Serra, 1947, p. 860)
El mismo Bosch pondera las habilidades interpretativas de Rosquellas, que cantaba en diversos idiomas y se lucía en toda suerte de géneros teatrales, acarreando numeroso público a sus presentaciones:
[...] por los diarios y programas de la época vemos que Rosquellas canta en vasco, en francés, en castellano, en italiano y portugués, ópera, opereta, gallegadas, malagueñas, jotas, boleros, la Tirana, (música propia), y estilos criollos orilleros. (1905, pp. 67-68)
Puso en escena en 1825, por vez primera en América, la ópera de Gioacchino Rossini Il Barbiere di Siviglia (Roma, 1816), primera ópera representada, a su vez, en Buenos Aires, en el Teatro Coliseo Provisional. Con la aprobación del público bonaerense, el éxito logrado le llevó a representar al frente de su compañía, –él, como tenor– las óperas La Cenerentola en 1826, L’inganno felice ese mismo año, Otelo en 1827 y Tancredo en 1828, todas ellas de Rossini, intercalando en su programación Giuletta e Romeo de Nicola Antonio Zingarelli, en 1826, y Don Giovanni de Mozart, en 1827. Después de la representación en 1825 de Il Barbiere di Siviglia, Rosquellas estrenó su ópera El califa de Bagdad, escrita dentro del estilo rossiniano, comedia en castellano que alcanzó diecisiete representaciones (la tercera en orden de cantidad: Il barbiere alcanzó 28 y La Cenerentola 22); para Juan Andrés Sala es muy probable que se haya tratado de un pasticcio resultante de fragmentos de Il barbiere di Siviglia de Rossini y Le calife de Bagdad de Boieldieu:
Mientras se preparaba convenientemente la inmortal ópera de Mozart, Rosquellas, que no quería dejar enfriar el entusiasmo de dos años de trabajos y éxitos, tuvo la ocurrencia de dar una ópera, en dos actos, El califa de Bagdad, en castellano, titulándose su autor. Es cierto que era compositor y músico entendido, pero su especialidad ostensible fue siempre del dominio de las marchas, bailables, tonadillas y canciones de zarzuela: la Tirana y la sinfonía de la batalla de Ayacucho eran las principales. [...] La partitura de la obra en dos actos dada en el Coliseo con el nombre de Rosquellas no existe; debió ser retirada por éste, o no hemos sabido encontrarla. Existe un Califa, ópera en castellano, de que es autor Eugenio Tapia y cuya música tal vez no se recibió en Buenos Aires y Rosquellas se la fabricó [se la plagió], como era costumbre hacerlo entonces y repetidos ejemplos se conocían. Sobre si en su confección aprovechó o no la música de los otros, nada se puede establecer que no sea conjetura o sospecha. (Bosch, 1905, pp. 59-60)
En 1832, dio a conocer la sinfonía La batalla de Ayacucho en homenaje al encuentro bélico que selló la Independencia de América del Sur. Mariano Bosch desliza un irónico comentario en torno a esta partitura: “Rosquellas siguió haciéndose célebre como compositor musical: la sinfonía (indispensable, eterna,) de la batalla de Ayacucho, (con cañonazos y el resto), y la Tirana que cantaba su hijo y que ya antaño popularizara Angelita Tanni, contribuyeron más que otras composiciones a hacerlo” (1905, pp. 77-78). También realizó actuaciones en Montevideo, donde dio conciertos sinfónicos y violinísticos (Ayestarán, 1953).
En el tiempo de la dictadura de Juan Manuel Rosas, la crisis de las compañías de ópera y la mala situación económica del país obligaron a Rosquellas a emigrar. Luego de pasar por Córdoba, Tucumán y Salta (Stamponi, 2017, p. 57), Rosquellas se estableció en Sucre, Bolivia, en 1833. Allí fue de nuevo un personaje activo y admirado. Fundó en 1834 la Escuela de Artes, ya que era fotógrafo aficionado, y en 1835, la Sociedad Filarmónica Dramática, con la que ofreció conciertos y representaciones teatrales y que se mantuvo activa a lo largo de un siglo. Después, ya maduro, invirtió en empresas mineras que arruinaron su patrimonio. Murió en Sucre el 12 de julio de 1859.
Entre sus obras se cuentan varias Sonatas para violín, una de ellas a dúo con un violín en scordatura; Si la mar fuera tinta, variaciones para violín y orquesta, (1823); El califa de Bagdad (ópera, 1825); una Gran cantata con coros (1827); la obertura El pampero, (1828); Concierto para violín (1830), Segundo concierto para violín y orquesta Op. 6; Sinfonía de la batalla de Argel (1831), Cavatina y aria para clarinete (1831), la sinfonía La batalla de Ayacucho, para orquesta y banda, (1832); sinfonías, arias, dúos y coros de las óperas Una travesura de amor y El delirio y las consecuencias del juego, una Marcha fúnebre y pasodoble para piano y para flauta y piano compuesta para el Viernes Santo (Guillamón, 2018, p. 186); varias canciones, entre ellas La Tirana (“El que sin amores vive”, con versos de Florencio Varela, incluida en el Cancionero argentino, de José Antonio Wilde, 1837 y 1838), –“según la tradición, era una hermosa composición de Juan de la Cruz Varela, y la música que le hizo Rosquellas, sencilla, melódica y tierna”–, (Bosch, 1905, p. 78), “Canción de Fructuoso Rivera”, “El sol de mayo” (canción patriótica) y “Yo no sé que me quiere” (bolero para voz y guitarra). (Ayestarán, 1953, pp. 558-562; Alonso, 2002, pp. 429-430; Lange, 1977, pp. 395-406; Arizaga, 1971, pp. 265-266; Roldán, 1996, pp. 354-355; Moreno, 1987, p. 969; Real Academia de la Historia, s.f.)
La “Sinfonía a doble orquesta” (La batalla de Ayacucho) fue compuesta en 1832 para orquesta y banda, dedicada a Juan Manuel de Rosas, como lo indica la portada de la particella de violín 1.º: “Violino Primo / Gran sinfonía a doble orquesta / Titulada / La Batalla de Ayacucho / Por / Pablo Rosquellas / Dedicada / A. S. E. Sr. Dn. Juan Manuel Rosas / Capitán General / y Gobernador de la Provincia / de Bs. As. / Enero 25/832”. Poco después se imprimió una versión para piano que se halla perdida en la actualidad (Diario de la Tarde, Bs. As. 30-VI-1832, citado en Izquierdo König, 2022, p. 135). Es la sinfonía más antigua compuesta en Argentina que se ha conservado. Se estrenó en Buenos Aires el 2 de junio de 1832. La obra tuvo una excelente recepción en su primera presentación y fue interpretada en varias oportunidades, algo no habitual en su época, en junio y septiembre de ese mismo año.
El British Packet and Argentine News del sábado 9 de junio de ese año señaló:
La escena de batalla titulada La batalla de Ayacucho, compuesta por el señor Rosquellas, fue interpretada por primera vez y de una manera altamente digna de crédito para la orquesta. El señor Rosquellas dirigió personalmente la banda y al final de la pieza fue muy aplaudido. Todos los preparativos para una batalla, la batalla misma, la carga de caballería con la infantería disparando, los gritos de victoria, etcétera, etcétera, fueron descriptos por la música (el modo más agradable de librar una batalla, deberíamos pensar). La batalla de Ayacucho como composición, fue bien lograda, bien luchada y derramó toda su gloria sobre el General en Jefe El señor don Pablo Rosquellas. (citado en Stamponi, 2017, p. 57)
El 30 de junio de 1832 se publicó en el Diario de la Tarde de Buenos Aires el siguiente texto, firmado por “Unos Aficionados”:
En tres ocasiones en que se ha ejecutado la Sinfonía de la Batalla de Ayacucho, hemos observado con gran placer, que la inmensa y escogida concurrencia que el deseo de oírla llevó al Teatro, ha dado con sus repetidos aplausos las pruebas más inequívocas del mérito de esta composición. (Serracanta, 2024)1
Además, Rosquellas la ofreció en uno de sus viajes a Montevideo, el 10 de enero de 1833, como lo testimonia un aviso periodístico publicado el diario El Universal que anuncia la obra como una “Fantasía orquestal”:
Gran sesión extraordinaria a beneficio de Antonio Castañera. Hoy jueves 10 del corriente. Después de una brillante sinfonía se exhibirá el nuevo e interesante melodrama en un acto titulado El delirio, o sea Las consecuencias de un vicio. Concluido se tocará una gran sinfonía compuesta por el señor don Pablo Rosquellas titulada La batalla de Ayacucho en la que dirigirá y tocará él mismo el violonchelo. Y seguirá la acción del modo siguiente. Adagio que expresa la madrugada. Llamada de reunión del ejército. Marcha del mismo. Paso doble con la caballería. Encuentro y ataque. Marcha fúnebre. Llamada y pasodoble que expresa la victoria. (Ayestarán, 1953, pp. 320-321)
Figura 1
Diario El Universal
Nota. Diario El Universal, 10 de enero de 1833.
El restaurador de la obra, el director de orquesta Lucio Bruno Videla, opina que “le llamó la atención su concepto formal, que tenía poco que ver con el clásico de la sinfonía vienesa” (Stamponi, 2017, p. 56). Los tres primeros movimientos se tocan sin interrupción. A un adagio largo y tenso, que rememora la obertura de Don Giovanni de Mozart, le siguen un allegro al que va enlazado el pasodoble (que en aquellos días significaba marcha), la batalla y una marcha fúnebre, que al parecer generó congoja en el público. El cuarto movimiento posee un amplio carácter de festejo. Popular y de danza. La sinfonía es de carácter descriptivo y está dividida en cuatro movimientos:
El primero, Largo, Allegro maestoso, Allegro assai (Paso doble), empieza con una melodía grave interpretada por la cuerda, a la que pronto se añaden las maderas. El primer tema del Allegro es de carácter solemne. Interviene la banda mediante toques militares con el ritmo marcado por la percusión. Un segundo tema de carácter optimista nos señala que se acerca una gesta victoriosa.
El segundo movimiento está indicado como Allegro assai. Batalla. Después de una pausa, la música se oscurece empezando la descripción de la batalla con el sonido de los disparos, mediante el empleo de la percusión sobre un tema de carácter trágico-heroico.
El tercer movimiento, Marcha fúnebre, corresponde a la sección lenta de la sinfonía. Después de un episodio trágico de transición, consiste en una marcha de difuntos que evoca a las víctimas de la batalla.
El cuarto movimiento, Allegro, celebra la victoria mediante un tema en forma de marcha al estilo de Rossini, terminando con una triunfante coda (Serracanta, 2024).
El discurso musical corresponde al programa enunciado líneas arriba:
Adagio que expresa la madrugada. El tema se presenta en los violonchelos en breve diálogo con las maderas y apoyo rítmico de violines y violas.
Llamada de reunión del ejército. Lo anuncia un redoble y música militar en una banda de guerra.
Marcha del mismo. En voz de la orquesta se escucha esta música militar a la que se suma la banda de guerra. Se presentan elementos rossinianos, característicos de las oberturas de las óperas del compositor italiano. El movimiento discurre en una alternancia de tónicas y dominantes que abren paso al desarrollo a través de breves modulaciones.
Paso doble con la caballería y Encuentro y ataque. Este movimiento, el segundo, es el núcleo de la obra que refleja el intenso momento de la batalla. Es donde están claramente trabajados los procesos de desarrollo de la obra.
Marcha fúnebre. Es el movimiento que expresa el dolor por los caídos. Se manifiesta con una melodía en modo menor. El tema principal lo cantan las maderas, oboes y clarinetes en diálogo con los violines y un doblaje de flautas.
Llamada y pasodoble que expresa la victoria. Corresponde al cuarto movimiento de la partitura. Se tipifica por una melodía de carácter militar que se mantiene a lo largo del movimiento, con aire jubiloso y triunfal.
La recuperación de La batalla de Ayacucho ocurrió después que los descendientes de Mariano Pablo Rosquellas –uno de ellos, Rafael Poggi García– radicados en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, tomaran contacto con el Centro Cultural Kirchner, a raíz del homenaje al compositor que brindó la institución en julio de 2016, en el ciclo La música de la Independencia (Stamponi, 2017, p. 58). El compositor, director e investigador Lucio Bruno Videla, fue el encargado de reconstruir la obra con base en las particelli. La batalla de Ayacucho volvió a sonar en Buenos Aires, el domingo 9 de julio de 2018 en la Sala Argentina del Centro Cultural Kirchner.
La importancia de la sinfonía dentro de la música académica argentina y latinoamericana es crucial, ya que se la puede considerar un verdadero eslabón perdido que documenta la creación sinfónica, de estilo clásico, en el Buenos Aires de comienzos del siglo XIX. Es la primera obra sinfónica compuesta en el Río de la Plata y también una de las más antiguas de América del Sur.
Se trata, además, de una sinfonía programática, que describe las vicisitudes de la batalla que en 1824 selló la independencia americana.
La sinfonía La batalla de Ayacucho funde una visión cosmopolita (el clasicismo) con un sentimiento americano (el de la Independencia).
Su escritura denota que Rosquellas la compuso siguiendo las pautas retóricas y estilísticas de su época, bajo el influjo de la música de Rossini, convertido en su tiempo en el paradigma de la composición operática, y de Beethoven, que trascendió el formalismo del clasicismo para dotar a la música de un contenido dramático, manifiesto en obras como la Tercera sinfonía Eroica (1802-1803) cuya marcha fúnebre en el segundo movimiento rompió los esquemas de los movimientos lentos de las sinfonías, y la Sexta sinfonía Pastoral (1808), ceñida a una serie de sugerencias descriptivas –unos títulos en cada movimiento– que le replantean al auditor qué escuchar más allá de la forma y la estructura.
Por último, Mariano Pablo Rosquellas forma parte de un grupo de compositores que en diversos lugares y espacios de nuestro continente introdujeron el estilo clásico y anunciaron los momentos aurorales del romanticismo. Entre ellos destacan:
Mariano Pablo Rosquellas está situado entre ese conjunto de europeos activos en o para la Iberoamérica recién liberada o por liberarse del imperio español y el contingente de compositores americanos –nacidos en nuestro continente todos– que vivieron la transición del antiguo universo virreinal al nacimiento de las repúblicas entusiasmadas por el sistema democrático, del ámbito religioso al secular y de un estilo barroco-galante a uno de perfiles clásico-románticos, que dejaban atrás la influencia de los maestros de la capilla real hispánica o de la corte portuguesa para sucumbir a la de la música de Haydn, Mozart, Rossini y Bellini, acorde a los nuevos aires que soplaban en nuestros pueblos
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